Paratas, (mitad
vitoriano y mitad beninero) en el foro de nuestro pueblo para despertar las papilas
gustativas de los asiduos, pone, escribe, argumenta algo sobre un solomillo
pieza de carne que ya casi en los años ochenta descubrimos los beniner@s su
existencia. Comida que hace balate en el estómago, paisano, (se decía en Benínar a la
comida con consistencia que por supuesto no entraba ni los caldos de puchero ni
los de pescao, ni por supuesto la fruta).
Tomando la palabra, propongo la fruta
de temporada, lo que representaba las delicias para los críos que al ir a la
escuela a la ida y la venida se controlaba el estado de madurez de unos cuantos árboles frutales
que cultivaba Juan Román en la zona conocida como Las lomillas.
Siempre había
alguien que se nos adelantaba bien el dueño que prefería coger la fruta con
color aún por madurar (metidos en capachos para vender en los pueblos cercanos de Berja o Murtas) antes que se la robasen o el hambriento que se comía la
fruta aún verde antes de dejarla para que se la comiesen otros. El dueño del
árbol atracado solía decir casi boceando, a la entrada del pueblo, cuando se
encontraba con cualquier persona, para que se enterase todo el mundo: “Que le salgan
boqueras como las que tienen los golondrinillos”.
Para llegar aquel árbol
siempre cargado por este tiempo de fruta espectacular, nada más saltar la
Acequia la Vega ya estabas dentro de la parata. El albaricoque que cuidaba Juan
Román era estudiado desde que empezaba a tomar color la fruta por todos los escolares. El sigilo, las orejas en todo
su potencial, como los caballos, orientadas una para delante y otra para atrás
para controlar el más leve ruido. Cada pisada era meticulosa procurando que no
se rompiese alguna que otra ramilla, para no ser delatado, para que el silencio
fuese el aliado. En aquellos momentos se miraba al cielo y se decía en voz
baja pero con energía: “¿Por qué no se me ha dotado de alas como los gorriones
y los mirlos para poder llegar volando hasta los más maduros y más gordos que
siempre estaban al alcance tan solo de los pájaros en las ramas últimas en la
periferia del árbol”?. Observar en el
suelo si existía alguna pisada reciente, si era de babucha, de albarca, su
tamaño, medirla con la mirada y si las había, si las pisadas llegaban hasta el
albaricoque, antes de llegar al tronco, darse la vuelta puesto que los maduros
ya habían sido cogidos y comidos.
Todos los infantes
que por aquel tiempo asistíamos a la escuela teníamos presente que el subirse a
un árbol que no fuese propio, era lo más peligroso del mundo por dos motivos: El
primero, era perder el control cuando uno de aquellos albaricoques desafiante por sus colores y su tamaño nos
cegaba, hasta el punto de no saber donde se ponían los pies. Avanzando, poner
el pie en una rama tierna, perder el equilibrio y caer al suelo desde una buena
altura, no suponía lo peor, romperse algún hueso llegaría después su razonamiento
y el dolor, (el tener que ir a Clemencia la de la Tienda dotada con poderes
especiales para arreglar los huesos), lo lamentable en aquel momento, era, que
se espachurrara la fruta conseguida guardada en los bolsillos. Lo que le pasó a
Frasquito el cojo (llegue a conocer su historia no al personaje) , que estando
cogiendo huevos de gorrión en los nidos que habían sido construidos en el tejado de la iglesia, perdió el equilibrio y
al llegar al suelo, sus lamentos, lo que no dejaba de repetir, era que se le
habían roto todos los huevos conseguidos. Sus espavientos se dirigían una y
otra vez a aquellos bolsillos manchado por donde se escapaba la mejor comida
soñada, estando con hambre permanente desde hacía años. El segundo motivo y más
peligroso, era, lo que le pasó a uno de los gitanillos (compañero de escuela) que ya subido en el árbol para coger un nido de jilguero, al
mirar para abajo se encontró que estaba Simón el dueño del naranjo y del nido con
la correa en la mano dispuesto a defender su propiedad invadida.
Lo que representaba el
sabor, (en los meses de abril, mayo y junio), los árboles del paraíso (los
beninerillos no necesitábamos una Eva que nos tentase con el sabor prohibido) que
había en Las Lomillas, lo que labraba Juan Román, que era propiedad de Facundo: - Unos nísperos, maduros, cuando tomaban un color entre amarillo y naranja sin ser sometidos a ningún tipo de estrés para que madurasen con una piel tan tensa como las mejillas de una quinceañera.
- Unos albaricoques, gordos con todas las gamas del rojo, amarillo y verde que algunos tenían alguna que otra grieta al madurar de prisa para satisfacer al que cuidaba su árbol, seguro, que al entrar en la boca estallaban, con un sabor imposible de describir. Puede que se pareciesen a las rosetas (a las palomitas de maíz) de cuatro cascos.
- Unos ramilletes de peritas pequeñas de san Juan que ya empezaban, por este mes a madurar. La gama de melocotones que duraban casi todo el verano como las peras. Qué decir de los melocotones cuando en Benínar se decía que las alpujarreñas serranas: “Mocicas con la cara del color del melocotón al pasar del frío al calor tan deprisa como se le pasó la juventud a un viejo”.
- Pero sobre todo esperar unos días que ya las brevas les faltaba un píz paz, na, para en una noche estallar de golpe, que se llenaban de estrías toda su piel, como se llenan la barriga de las embarazadas.
Todos estos sabores los beninerrillos, sabían dónde estaban, en que huerto maduraban las frutas de dichos árboles. Aquellos críos al nacer y criarse en contacto permanente con la naturaleza llegaban antes a la cosecha que los gorriones. Tan solo faltaba estudiar la rutina de su dueño y adelantarse, para cogerlo desprevenido y poder disfrutar de aquellos manjares antes que él. Como le pasa a mi níspero, a mi albaricoque y a mi brevera, que todos los años sus frutos nos los disputamos los gorriones, los mirlos, y yo como siempre, siempre llego tarde a comer sus sobras. A estas alturas de la vida siempre me queda la satisfacción, que antes están sus necesidades al tener en el nido muchos picos abiertos esperando sorbitos de brevas.