lunes, 29 de mayo de 2017

El algodón de la alameda y los gitanos.

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En estos días de primavera donde te sorprende un aguacero cuando vas paseando por las orillas del río y el agua ordeña el algodón de los álamos se siente uno como un rey que le han preparado una alfombra de copos de algodón para disfrutarlos  solo.  Aunque llueva, te paras te quitas los tenis, los calcetines y ves como los pies se sumergen en ese algodón y es realmente un premio que la naturaleza te otorga para que disfrutes tu solo.  Te cambia el semblante.  Te abrazas al tronco de dicho árbol y sientes como una energía especial te recorre desde la cabeza a los pies. Llegas a casa y te preguntan:  ¿Dónde has estado?. Cierras los ojos y la sonrisa te dura una jartá.
Como cabía esperar me llegan los recuerdos de las alamedas de mi pueblo, Benínar.  Allí las alamedas las visitábamos en otoño.   
Salímos del pueblo con dirección a la Fuentecilla la Virgen y a cocinar bajo el puente como hacían los gitanos.
Se escogía  la comida de medio día, puesto que es cuando el sol está dando de pleno en una alameda cerca del pueblo. Al final del puente. Donde el Barranco el Capitán se encuentra con el río.
La alameda nos ha preparado una amplia alfombra  formada  de hojas de color cobre, sobre unos incipientes tallos de hierba.  A su vez, los álamos han guardado un buen número de hojas, para ir soltándolas cuando nosotros estemos sentados o tumbados. Los álamos también han afilado sus ramas, para que cuando el humo de la candela descubra, delate los rayos del sol, las ramas se convertirán en espadas  que los dividan en dos, de la misma forma que los gitanos con su navaja en ese mismo sitio abrían la cañavera en canal para hacer canastos.
Tumbados en una alfombra de hojas de álamo color cobre viejo, contemplando las batallas renovables, cuando a los álamos se les ayuda a encontrar los rayos del sol con el humo. Esta vez nosotros aportamos el humo, antes lo hacían los gitanos.
Los álamos ponen las espadas, nosotros ponemos el humo y el Cejol, nos manda la brisa para mover las ramas, - las espadas, -  y se libra la batalla.  
No todos los que hemos acudido a esa fiesta de los sentidos, tienen en esos momentos pensamientos belicosos,  de espadas seccionando los rayos del sol. Unos nos quedamos  tumbados sobre la alfombra de hojas  recordando nuestra niñez revolcándonos en aquella alfombra de hojas.  Otros se marchan a la Fuentecilla la Virgen o la Acequia de la Mecíla a buscar renacuajos y ranas.  
Las ranas al escuchar los ruidos, con los ojos muy abiertos, sacan la cabeza por entre los juncos y los berros y viendo las intenciones de los visitantes vuelven a esconderse. Las ranas, las lagartijas, los caracoles y las pequeñas culebras eran nuestras diversiones cuando éramos críos.
El resto de los excursionistas, ha decidido visitar el huerto y el parral que tiene uno de los excursionistas, justo al otro lado del barranco.
Las parras están sembradas, alineadas, a todo lo largo de la acequia y sus sarmientos, crecen todos los años un trocito con la intención de llegar algún día justo al malecón de la carretera.
Alguien pega un grito para que todos acudan puesto que ya la comida está brindando todos sus aromas. La fritailla de conejo está a punto para ser el argumento principal de la salida. Todos sentados en el suelo con el tenedor en la mano alrededor de la sartén, van cogiendo las tajadas, - los tropezones se decía en Beninar, -  y mojando trozos de pan.    
De postre son boniatos. - recogidos del huerto de al lado, -  que se fueron asando en las brasas de la candela y gajos de uva  que se dejaron olvidados en los extremos de los sarmientos cuando llegaron los cortadores de racimos. Gajos de unas cuantas uvas, de color de oro.
No podía faltar sacar a colación aquellas caravanas de gitanos que acudían con frecuencia a pasar la noche debajo del puente, mientras recolectaban cañas para hacer canastos y intercambiarlas por comida en el pueblo.
Es otra generación de gitanos, pero todos de la misma estirpe que un día se encontraron con García Lorca y que escribiese sobre ellos. Aquellos gitanos que su camino era el río desde Adra hasta Ugijar. Los benineros temblaban por creer aquellas gentes que los huertos eran suyos, lo mismito que era la luna y que todas las estrellas.  Huertos de aliviar el hambre a aquella gente sin tierra. Que la luna le ayudaba a llenar cestas de caña de fruta fresca, de albahaca  y hierba buena.
 ¡Oh ciudad de los gitanos! ¿Quién te ve y no te recuerda? Que te busquen en mi frente; juego de luna y arena.
Quien deja  una historia de amor en el pueblo, fue de una gitana que se enamoró de Federo un gitano beninero.  Se encontraron en la fuente y ella se fue detrás de él y en tres días formaron una pareja. Que duró solo tres días, que pena penita pena.

Un bello niño de junco, anchos hombros, fino talle, piel de nocturna manzana, boca triste y ojos grandes, nervio de plata caliente, ronda la desierta calle. Sus zapatos de charol rompen las dalias del aire.