En estos
días de primavera donde te sorprende un aguacero cuando vas paseando por las orillas
del río y el agua ordeña el algodón de los álamos se siente uno como un rey que
le han preparado una alfombra de copos de algodón para disfrutarlos solo. Aunque llueva, te paras te quitas los tenis,
los calcetines y ves como los pies se sumergen en ese algodón y es realmente un
premio que la naturaleza te otorga para que disfrutes tu solo. Te cambia el semblante. Te abrazas al tronco de dicho árbol y sientes
como una energía especial te recorre desde la cabeza a los pies. Llegas a casa
y te preguntan: ¿Dónde has estado?.
Cierras los ojos y la sonrisa te dura una jartá.
Como cabía
esperar me llegan los recuerdos de las alamedas de mi pueblo, Benínar. Allí las alamedas las visitábamos en otoño.
Salímos del
pueblo con dirección a la Fuentecilla la Virgen y a cocinar bajo el puente como
hacían los gitanos.
Se escogía la comida de medio día, puesto que es cuando
el sol está dando de pleno en una alameda cerca del pueblo. Al final del
puente. Donde el Barranco el Capitán se encuentra con el río.
La alameda
nos ha preparado una amplia alfombra
formada de hojas de color cobre,
sobre unos incipientes tallos de hierba.
A su vez, los álamos han guardado un buen número de hojas, para ir
soltándolas cuando nosotros estemos sentados o tumbados. Los álamos también han
afilado sus ramas, para que cuando el humo de la candela descubra, delate los
rayos del sol, las ramas se convertirán en espadas que los dividan en dos, de la misma forma que
los gitanos con su navaja en ese mismo sitio abrían la cañavera en canal para
hacer canastos.
Tumbados en
una alfombra de hojas de álamo color cobre viejo, contemplando las batallas
renovables, cuando a los álamos se les ayuda a encontrar los rayos del sol con
el humo. Esta vez nosotros aportamos el humo, antes lo hacían los gitanos.
Los álamos
ponen las espadas, nosotros ponemos el humo y el Cejol, nos manda la brisa para
mover las ramas, - las espadas, - y se
libra la batalla.
No todos los
que hemos acudido a esa fiesta de los sentidos, tienen en esos momentos
pensamientos belicosos, de espadas
seccionando los rayos del sol. Unos nos quedamos tumbados sobre la alfombra de hojas recordando nuestra niñez revolcándonos en
aquella alfombra de hojas. Otros se
marchan a la Fuentecilla la Virgen o la Acequia de la Mecíla a buscar
renacuajos y ranas.
Las ranas al
escuchar los ruidos, con los ojos muy abiertos, sacan la cabeza por entre los juncos
y los berros y viendo las intenciones de los visitantes vuelven a esconderse.
Las ranas, las lagartijas, los caracoles y las pequeñas culebras eran nuestras
diversiones cuando éramos críos.
El resto de
los excursionistas, ha decidido visitar el huerto y el parral que tiene uno de
los excursionistas, justo al otro lado del barranco.
Las parras
están sembradas, alineadas, a todo lo largo de la acequia y sus sarmientos,
crecen todos los años un trocito con la intención de llegar algún día justo al
malecón de la carretera.
Alguien pega
un grito para que todos acudan puesto que ya la comida está brindando todos sus
aromas. La fritailla de conejo está a punto para ser el argumento principal de
la salida. Todos sentados en el suelo con el tenedor en la mano alrededor de la
sartén, van cogiendo las tajadas, - los tropezones se decía en Beninar, - y mojando trozos de pan.
De postre
son boniatos. - recogidos del huerto de al lado, - que se fueron asando en las brasas de la
candela y gajos de uva que se dejaron
olvidados en los extremos de los sarmientos cuando llegaron los cortadores de
racimos. Gajos de unas cuantas uvas, de color de oro.
No podía
faltar sacar a colación aquellas caravanas de gitanos que acudían con
frecuencia a pasar la noche debajo del puente, mientras recolectaban cañas para
hacer canastos y intercambiarlas por comida en el pueblo.
Es otra
generación de gitanos, pero todos de la misma estirpe que un día se encontraron
con García Lorca y que escribiese sobre ellos. Aquellos gitanos que su camino
era el río desde Adra hasta Ugijar. Los benineros temblaban por creer aquellas
gentes que los huertos eran suyos, lo mismito que era la luna y que todas las
estrellas. Huertos de aliviar el hambre a
aquella gente sin tierra. Que la luna le ayudaba a llenar cestas de caña de
fruta fresca, de albahaca y hierba
buena.
¡Oh ciudad de los gitanos! ¿Quién te ve
y no te recuerda? Que te busquen en mi frente; juego de luna y arena.
Quien
deja una historia de amor en el pueblo,
fue de una gitana que se enamoró de Federo un gitano beninero. Se encontraron en la fuente y ella se fue
detrás de él y en tres días formaron una pareja. Que duró solo tres días, que
pena penita pena.
Un bello niño de junco, anchos hombros, fino talle, piel de
nocturna manzana, boca triste y ojos grandes, nervio de plata caliente, ronda
la desierta calle. Sus zapatos de charol rompen las dalias del aire.
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