viernes, 22 de marzo de 2013

La loquería hasta la bandera.



Ayer almorzando con un conocido que está en  el último año de prácticas en el área de siquiatría del  hospital de mí pueblo, me decía que muchas de las personas que conoce debrían pasar un determinado periodo por dichas dependencias  como si se tratase de un servicio a la comunidad o algo parecido, encerrarse allí con ellos y estar las ocho horas de rigor todos los días laborables que se establezcan.

No es fácil entrar como afectado a dicha área puesto que la autorización la tiene que dar un juez y en este caso, todas las camas están ocupadas, y no se sabe si esta saturación formará también parte como condicionante para que en estos momentos, nadie en nuestra  ciudad presente riesgos de hacer locuras, se vuelva loco.

Todos los que se encuentran hospitalizados, presentan como común denominador, que no reconocen su enfermedad y por ello, jamás van a seguir el tratamiento impuesto por el profesional. En el hospital toman su medicación empleándose todas las triquiñuelas conocidas, logran curar; bueno, mejorar; son dados de alta, vuelven a su entorno, dejan el tratamiento y vuelta a la locura.

La importancia de la familia, el entorno, se hace patente, en lo mencionado del tratamiento, pero sobre todo, que cuando están hospitalizados nadie acude a visitarlos y al ver que a su vecino de cama le visitan, al que no tiene quien pregunte por ellos, la pena es otro otra vuelta de tuerca, otro motivo más para estar loco.

La de locuras que me contó mi compañero de almuerzo  no vienen a cuento especificarlas, a detallarlas, puesto que yo no hacía más que preguntar: ¿Los que se encuentran como profesionales en dicha dependencias aguantan mucho tiempo dicha tensión sin que les afecten y sea necesario cambiarlos de servicio?.        

Mi compañero terminaba repitiéndome machaconamente: Haber quien asume recordarles a la mayoría de estos enfermos cuando están en su casa, en su entorno que es la hora  de tomarse las pastillas.
  

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