Mi compañero y amigo de universidad Antonio
Viera, se encontró un libro cuyo título es: El hombre que plantaba árboles, se identifica en su plenitud con su
contenido, y como los dos compartimos la necesidad de sembrar árboles, me lo
dedica y me lo regala.
Un cuento alegórico del autor
francés Jean
Giono, publicado en 1953. Cuenta
la historia de los esfuerzos de un pastor para convertir un desolado valle en
las estribaciones de los Alpes, cerca
de la Provenza, en un
bosque a lo largo de la primera mitad del siglo
XX.
Antonio heredo una pequeña finca en Extremadura, que
con el paso del tiempo fue aumentando el número de hectáreas y por supuesto
lleva más de media vida plantando y plantando no solo encinas en dicha finca.
Su filosofía es plantar y plantar a sabiendas que las encinas para que den
frutos tiene que pasar muchos años. Mi amigo es de las pocas personas que
habla con los árboles, los abraza y por ello, por el mero hecho de verlos
crecer disfruta tanto como degustando
sus frutos, sus aromas y de su sombra.
En estas pasadas y recientes fiestas de nuestro
patrón San Roque, nada más entrar por el carril que da acceso a la finquita que
tiene Antonio Blanco, me sorprende que a ambos lados del camino han aparecido
almendros, olivos y viñedos que a pesar de la sequedad del terreno crecen,
están cargados de fruto y han cambiado por completo la faz de aquel trozo de
tierra.
El beninero Díaz Roda posiblemente no se ha
encontrado con el mencionado libro, pero si es de los que comparte la misma
filosofía que los árboles que tenemos es como consecuencia que alguien los ha plantado
para que las generaciones siguientes disfruten de ellos.
Seguro que al ser tan activo el beninero, seguro
que estará dentro de “ecologistas en acción”, o en
asociaciones parecidas. Nosotros los que plantamos árboles, nos diferenciamos
de los ecologistas de asfalto, que nuestra infancia y juventud crecimos a la par
que los árboles sufriendo con ellos las sequías, los vendavales y las
inundaciones, nuestro vínculo directo con nuestro entorno forma parte de
nuestra forma de ser y estar dejando para otros “amantes de la
naturaleza”
que se muevan en los despachos, los
periódicos, engordar estadísticas y un día al año van al campo a sembrar
árboles y allí los dejan a su suerte para que crezcan.
Cada vez que me encuentro con mis paisanos para
identificar a José Antonio Díaz Roda, pronunciamos el nombre de su padre Juan
Díaz. El auténtico Juan Díaz en la actualidad ya pasó de los noventa años y
todos los sábados su hijo lo tiene dedicado
a sus padres. Desde Almería
capital los traslada a Cintas (Benínar) y
allí los campea mientras él se dedica a sembrar árboles. Al tener la escuela de su padre, de la universidad de La Alpujarra, cuando siembre un árbol, ha estudiado antes la tierra, que planta tiene todas las posibilidades de sobrevivir en dicho suelo, establece un seguimiento y como se solía decir en Benínar: “El ojo del amo engorda el ganado”, que traducido a lo campero es seguir su crecimiento mientras se vive.
Juan Díaz es un ejemplo. Se debería tomar en
serio la labor que está realizando en Cintas no solo para las fincas
limítrofes, por allí deberían pasar todos los que viven en La Contraviesa para
aprender de cómo se puede o se debe hacer para que una tierra sea
sostenible.
Tan solo dos comentarios más sobre el futuro de
nuestra tierra, La Alpujarra. El ejemplo dejado por parte de La Administración,
de las decisiones políticas.
Cuando terminaron de cerrar la presa de Benínar,
comenzaron a sembrar y sembrar pinos. Treinta años después, allí están unos más
grandes, la mayoría no encontraron el momento de crecer, pero sobre todo puede
llegar un fuego y convertir toda la cuenca del pantano en un desolado
territorio quemado.
Me decía mi amigo Antonio Viera que en base a las
estadísticas la dehesa extremeña es casi imposible la propagación de un fuego,
principalmente por el cómo están plantados las encinas, el seguimiento en su
crecimiento, su poda para el aprovechamiento energético. Caso parecido el cómo están plantados los almendros y las higueras en toda La
Contraviesa. La fatalidad de nuestra tierra, es que los árboles que quedan
fueron plantados hace ya mucho tiempo por generaciones que ya no están entre
nosotros. Los árboles que murieron no
fueron sustituidos ni nadie se dedica a sembrar más almendros ni más higueras.
Juan Díaz cuando tomo la decisión de plantar no colocó en primer lugar su
rentabilidad ni si llegará a sacar el máximo de cosechas, el beneficio pleno
cuando dichos árboles lleguen a su madurez. Nuestro paisano se puso a plantar
con la misma filosofía que se puso a sembrar el
pastor, Eleazar Bouffier, del libro antes mencionado.
No creo que Juan Díaz, se ponga a hablar con los
árboles que ha plantado como lo hace mi amigo Antonio Viera, pero sí creo que
siente una satisfacción especial que no son capaces de conseguir todos aquellos
alpujarreños que se morirán sin haber plantado tan solo un árbol, escribir un
libro o educar a un hijo.
Le pediremos a San Roque bendito que conceda ese
don tan especial (como el don de la música o el de la pintura, etc., que concede a otras personas) de disfrutar
sembrando como disfrutan mis amigos Antonio y Juan. No tiene otra solución
nuestra tierra La Contraviesa, La Alpujarra o Extremadura.