Llega la semana señalada en el almanaque destinada a la feria en la ciudad donde vivo. La ciudad que fue puerta al continente de la Atlántida y la que sigue siendo paso obligado para más de cinco millones de pasajeros de Europa a África. La capital del Campo de Gibraltar, donde están las huellas de siete ciudades romanas. Donde se encuentran las dos columnas que aparecen en el escudo de Andalucía. El lugar por donde existen numerosos observatorios para contabilizar las aves que realizan el vuelo de ida y el de vuelta de un continente a otro. El lugar de paso obligado para tantos animales marinos. Donde quedan ubicadas cinco centrales eléctricas y la mayor fundición de acero inoxidable de España. Donde el pasado y lo moderno forman parte de lo cotidiano.
Como si se tratase de la suda del alcornoque en otoño o de la floración del brezo en el invierno, de acudir al Parque de los Alcornocales en el invierno para la recolección de la chantarela, todos los años por este tiempo ya huele a feria. La Feria Real de Algeciras.
Se sacaron los trajes para la ocasión, se colgaron a la sombra para que se les elimine el olor de estar todo el año guardados en los altillos e incluso el tufillo de la pasada. En el recinto de la feria no se puede ir vestido con la misma ropa con la que se va al mercado o a dar una vuelta por el centro de la ciudad. Estamos en feria y hasta la vestimenta de sus habitantes tienen que ir pregonando a los cuatro vientos que es la semana de estar fuera de casa, en la feria del medio día, en las corridas de toros y por la noche a las casetas.
Aunque digan los medios modernos que en esta feria no soplará, no estarán presentes ni el levante ni el poniente y por ello tela marinera de calor debajo de las lonas de las casetas, por encima de los treinta grados hasta de madrugada estamos en feria y si este año toca sudar, pues a beber rebujitos para no deshidratarse y sobre todo estar a tono en cada momento, tener el puntito de estar en la feria.
Al principio me preguntaba: ¿Qué hace un beninero en un sitio como este?. Intenté infinidad de veces volver a la tierra donde nací donde pasaron mis ancestros generación tras generación, hasta que llegó el momento que las amarras del levante o del poniente (vientos propios de la zona) eran tan fuertes que dejé de ser barco aunque cada vez que me miro al espejo sigo viendo velas dispuestas para navegar.
Cuando no se tiene pueblo o comunidad de referencia uno sufre una metamorfosis que se convierte en velero.
2 comentarios:
Como siempre, una crónica estupenda y un final para reflexionar...sobretodo los que arrastramos una pesada ancla.
Saludos. Juan Gutiérrez
Siempre tenemos los "muelles de amarre": Nuestros hijos y familiares.
No puedo decir que "nos los he catado los veleros" y es cuando he sentido, la sensaciones de: Huir. Libertad para berrear. El silencio. La soledad.
Esas sensaciones si continuase viviendo en Benínar no las hubiese vivido.
Saludos Juan.
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