domingo, 1 de noviembre de 2015

No era solo el luto, lo peor era no tener la faltriquera vacía.





 
La imagen de Barbarica dice tanto para los benineros que en ella veo representa lo que fue la dura realidad de vivir la vejez en Beninar para una parte de la población. Es verdad que siempre estaban en su entorno rodeados de sus familiares y de sus seres queridos. En la actualidad se come pero están tremendamente solos. Cuando ya dejaban de trabajar por motivos de la edad, gran parte de ellas regresan a su casa en el pueblo procedente de los cortijos con las faltriqueras vacías.
Cuando yo conocí a dicha mujer estaba labrando en un cortijo que tenía Antonio Cabras en la Cañarroa. Aquel cortijo cosechaba tan poco que sus labradores no podían caer en la tentación del engaño. Ella y su marido eran los encargados de labrar  aquellas tierras sembradas de almendros y escasos olivos. Cuando ellos abandonan el cortijo  nadie retomó la labranza de aquellos secanos. Agotados por la edad, se vienen a vivir al pueblo a una casa que hacia esquina con la plaza y una de las calles de acceso.  
Poco tiempo le duró el marido a Barbarica y como era costumbre en todas las benineras, era vestirse de luto toda su vida y en aquella edad mostrar una miaja de compasión ante sus paisanos. En el armario de su casa (si es que lo tenía) tendría colgado un vestido para ponerse mientras se lavaba el de diario, una muda y otra sin estrenar para la mortaja. 
Aquella familia ni escuchó nunca "cotizar a la Seguridad Social ni por supuesto tenía una paga para su vejez". Ni el sueldo de toda su vida de trabajo le dio para ahorrar dinero para la jubilación. Aquella mujer vivía prácticamente de lo que le llevaban sus vecinas para que comiese, cuando se acordaban de ella. Un visito de leche, no;  su edad no le permitía dominar un animal, una cabra y sobre todo los ánimos no estaban por llevarla a que comiese todos los días por los caminos, o que le armasen una bulla por meterse en alguna propiedad para que aquel animal comiese. Tampoco tenía a su disposición comer huevos ya que su casa era de las pocas del pueblo que tuviese corral. Además tampoco tendría dinero para comprar trigo a las gallinas. Amasar el pan fuera estaba de su alcance, ya que su casa no tenía un horno y mucho menos harina ni leña para calentar el horno o la chimenea. Barbarica mal vivía de la generosidad de la gente. Pero lo de aquella mujer no era un caso aislado en el pueblo. Podría empezar a poner nombre con sus apellidos del estado en que vivían las personas mayores de Benínar sobre todo aquellas que no tenían hijos o sus hijos se habían marchado del pueblo. Cada una de estas personas tiene una historia. Sigo con la historia de Barbarica.
Un día como tantos otros, se me ocurre visitar a mi abuela. Me dicen que no estaba y que estaba en casa de Barbarica. Entro en dicha vivienda y me encuentro a la dueña, mi abuela Mamanona y su prima Gaicos, sentadas alrededor de la mesa camilla y nada más entrar me ocultan lo que estaban haciendo, mejor dicho lo que  empezaban a hacer. Su cara les delataban que estaban ocultando algo en compinche. Mi abuela me contaría días después, que ella comparte con sus amigas lo que yo le llevo a escondidas de la tienda de mi madre.
-         Mira niño, - me decía mi abuela- cuando tú me traes un bote de leche condensada, la conciencia no me deja tranquila si no lo comparto con mis amigas, ya que ellas jamás podrían probarla si yo no las invito. Yo se que tú te la juegas, sacando de la tienda de tus padres la leche, los plátanos, las galletas, etc., y me las traes para que yo me lo coma, pero yo no puedo empezar a comer y mis amigas están pasando hambre. Lo cierto es que dicha comida si yo no se la llevo ellas no pueden comprarlas.
Niño un tazón de leche lleno de migajones de pan antes de dormirme sería dormir si no en el Cielo si cerca de él.    
Del presupuesto que me habían asignado mis padres para seguir un trimestre más estudiando en Almería, me fui a casa de Encarnilla la Ogirre (tenía una manada de cabras y repartía leche por el pueblo) y le dí una cantidad por que llevase a mi abuela todos los días un poco de leche.
No sé cuantas veces sonreiría al día Barbarica ya que motivos no tenía desde luego, sí lo hacía cuando nos tropezábamos en la calle; es de suponer que aquella sonrisa contenida era por haberle contado mi abuela a sus amigas que le había contado a su nieto lo del bote de leche condensada. 

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