La imagen de Barbarica dice tanto para los benineros que en ella veo
representa lo que fue la dura realidad de vivir la vejez en Beninar para una
parte de la población. Es verdad que siempre estaban en su entorno rodeados de sus familiares y de sus seres queridos. En la actualidad se come pero están tremendamente solos. Cuando ya dejaban de trabajar por motivos de la edad,
gran parte de ellas regresan a su casa en el pueblo procedente de los cortijos con las faltriqueras vacías.
Cuando yo conocí a dicha mujer estaba labrando en un cortijo que tenía
Antonio Cabras en la Cañarroa. Aquel cortijo cosechaba tan poco que sus labradores no podían caer en la tentación del engaño. Ella y su marido eran los encargados de labrar aquellas tierras sembradas de almendros y
escasos olivos. Cuando ellos abandonan el cortijo nadie retomó la labranza de aquellos
secanos. Agotados por la edad, se vienen a vivir al pueblo a una casa que hacia
esquina con la plaza y una de las calles de acceso.
Poco tiempo le duró el marido a Barbarica y como era costumbre en todas
las benineras, era vestirse de luto toda su vida y en aquella edad mostrar una
miaja de compasión ante sus paisanos. En el armario de su casa (si es que lo tenía) tendría colgado un vestido para ponerse mientras se lavaba el de diario, una muda y otra sin estrenar para la mortaja.
Aquella familia ni escuchó nunca "cotizar a la Seguridad Social ni por supuesto tenía
una paga para su vejez". Ni el sueldo de toda su vida de trabajo le dio para ahorrar dinero para la
jubilación. Aquella mujer vivía prácticamente de lo que le llevaban sus vecinas
para que comiese, cuando se acordaban de ella. Un visito de leche, no; su edad no le permitía dominar un animal, una
cabra y sobre todo los ánimos no estaban por llevarla a que comiese todos los
días por los caminos, o que le armasen una bulla por meterse en alguna
propiedad para que aquel animal comiese. Tampoco tenía a su disposición comer
huevos ya que su casa era de las pocas del pueblo que tuviese corral. Además
tampoco tendría dinero para comprar trigo a las gallinas. Amasar el pan fuera estaba
de su alcance, ya que su casa no tenía un horno y mucho menos harina ni leña para
calentar el horno o la chimenea. Barbarica mal vivía de la generosidad de la
gente. Pero lo de aquella mujer no era un caso aislado en el pueblo. Podría
empezar a poner nombre con sus apellidos del estado en que vivían las personas
mayores de Benínar sobre todo aquellas que no tenían hijos o sus hijos se
habían marchado del pueblo. Cada una de estas personas tiene una historia. Sigo
con la historia de Barbarica.
Un día como tantos otros, se me ocurre visitar a mi abuela. Me dicen que
no estaba y que estaba en casa de Barbarica. Entro en dicha vivienda y me
encuentro a la dueña, mi abuela Mamanona y su prima Gaicos, sentadas alrededor
de la mesa camilla y nada más entrar me ocultan lo que estaban haciendo, mejor
dicho lo que empezaban a hacer. Su cara les delataban que estaban ocultando algo en compinche. Mi
abuela me contaría días después, que ella comparte con sus amigas lo que yo le
llevo a escondidas de la tienda de mi madre.
-
Mira niño, -
me decía mi abuela- cuando tú me traes un bote de leche condensada, la
conciencia no me deja tranquila si no lo comparto con mis amigas, ya que ellas
jamás podrían probarla si yo no las invito. Yo se que tú te la juegas, sacando
de la tienda de tus padres la leche, los plátanos, las galletas, etc., y me las traes
para que yo me lo coma, pero yo no puedo empezar a comer y mis amigas están
pasando hambre. Lo cierto es que dicha comida si yo no se la llevo ellas no pueden
comprarlas.
Niño un tazón de leche lleno de migajones de pan
antes de dormirme sería dormir si no en el Cielo si cerca de él.
Del presupuesto que me habían asignado mis padres para seguir un
trimestre más estudiando en Almería, me fui a casa de Encarnilla la Ogirre (tenía una manada de cabras y repartía leche por el pueblo) y le
dí una cantidad por que llevase a mi abuela todos los días un poco de leche.
No sé cuantas veces sonreiría al día Barbarica ya que motivos no tenía
desde luego, sí lo hacía cuando nos tropezábamos en la calle; es de suponer que aquella sonrisa contenida era por
haberle contado mi abuela a sus amigas que le había contado a su nieto lo del bote de leche
condensada.
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